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Sobre los perros sospechosos

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Por Miguel Felipe Pinilla | Criador Akita Inu | Colombia.


I. La ley y el cuerpo: cuando la raza sustituye al juicio


En Colombia, un perro puede ser considerado legalmente peligroso por el simple hecho de pertenecer a una raza determinada. Así lo establece el artículo 126 del Código Nacional de Policía, que no exige una conducta agresiva, un incidente previo ni una evaluación individual. Basta con el cuerpo. Basta con la raza.


La norma identifica tres criterios: que el perro haya agredido, que haya sido adiestrado para atacar, o que pertenezca a una lista cerrada de razas señaladas como potencialmente peligrosas. Esa lista no es breve: incluye al Dóberman, el Rottweiler, el Bullmastiff, el Dogo Argentino, el American Pit Bull Terrier, entre otros. En ninguno de los tres criterios aparece la historia del animal. Lo que pesa no es la experiencia, sino la especie. No el comportamiento, sino la morfología.


La Corte Constitucional ha dicho que esta clasificación es válida. Lo ha dicho con claridad, con firmeza y con argumentos. En la sentencia C-059 de 2018, la Corte examinó la constitucionalidad del artículo 126 y concluyó que clasificar perros por raza, tamaño o fuerza tiene un fin legítimo: proteger la vida y la integridad de las personas. Como ese fin es constitucional, también lo es el medio: anticiparse al riesgo a través de la raza.


El razonamiento es claro. Pero inquieta, porque al validar la clasificación por raza, el derecho se aparta de los hechos concretos. Se separa del caso a caso y se instala en una lógica de sospecha preventiva. El perro no necesita morder. Le basta con tener la fuerza para hacerlo. No necesita mostrar agresividad. Le basta con parecer capaz. No importa si ha vivido en paz. La ley no le pide pruebas de su mansedumbre. Le basta con el tipo de cuerpo que tiene.


En su sentencia, la Corte reconoce que existen estudios que afirman lo contrario: que la agresividad canina depende de la crianza, el entorno, la educación. Pero prefiere otros estudios. Prefiere aquellos que sostienen que ciertas razas representan un riesgo mayor, por su fuerza, su carácter, su genética. Con base en esa tensión, la Corte toma partido. Y ese partido es claro: prevenir antes que evaluar. Clasificar antes que observar. Castigar el cuerpo antes que esperar la conducta.


Se privilegia lo fácil sobre lo justo. Lo general sobre lo equitativo. Lo inmediato sobre lo razonado. Y al hacerlo, la norma produce más que consecuencias legales: construye una narrativa. Reafirma un imaginario: hay cuerpos que merecen menos confianza. Que hay formas de perro que nacen bajo sospecha. Que hay razas cuya sola presencia se asocia al peligro.


¿Estamos protegiendo la vida o institucionalizando el miedo?


II. La imagen y el algoritmo: batallas culturales en la crianza


Aunque ni el Akita Inu ni el Shiba Inu están incluidos en la lista de razas potencialmente peligrosas, la realidad digital les impone otra sentencia. Basta con escribir su nombre en un buscador para entrar en un mundo saturado de advertencias. Videos alarmistas, guías que exageran riesgos, foros que repiten mitos. La ley no los condena, pero el algoritmo sí.


En internet, el juicio no se dicta con pruebas. Se dicta con clics. Y lo anecdótico se convierte en doctrina. Una reacción inesperada, una historia mal contada, una grabación fuera de contexto: todo puede convertirse en verdad compartida. El perro no necesita ser agresivo. Basta con que alguien diga que lo fue.


Esa viralidad no solo distorsiona. Clasifica. Jerarquiza. Estigmatiza. Así se consolida una imagen: razas que “no son para cualquiera”, razas “difíciles”, razas “de un solo amo”. La etiqueta es rápida, la sospecha es contagiosa, y el miedo se difunde mejor que la comprensión.


Frente a esto, el criador no puede guardar silencio. Porque si no habla él, hablará el prejuicio. Si no interviene él, hablará la ignorancia. Y si no comunica él, el algoritmo dirá lo que conviene decir: que su perro es un peligro.


Desde Kibou Kensha, hemos aprendido que criar no es solo seleccionar ejemplares ni planear camadas. Criar también es intervenir en la conversación pública. Es disputar el sentido de una imagen. Es corregir el relato antes de que se fije como verdad.


Por eso, formar familias informadas no es un extra: es una estrategia de defensa simbólica. Vincular personas con capital social no es solo un ejercicio de mercadeo: es un acto político. Educar, explicar, mostrar: todo eso es parte de la crianza. Porque hoy, en un mundo saturado de contenidos, la reputación de una raza no se juega en las exposiciones caninas. Se juega en las pantallas.


Y si dejamos que el algoritmo gane la partida, perderemos algo más que clientes. Perderemos la oportunidad de decir quiénes somos y qué relación queremos construir con nuestros animales.


III. El rol del criador: sabiduría, ciudadanía y voz pública


En América latina, ser criador de perros no puede reducirse a seleccionar, cruzar y entregar. Esa mirada funcional, casi mecánica, ignora el contexto en que trabajamos: un entorno donde las leyes, los algoritmos y los prejuicios moldean la percepción pública de las razas. En ese contexto, el criador no puede esconderse detrás de un documento que contenga el pedigree de un ejemplar, ni limitarse a repetir lo que dice el estándar de la federación Cinologica Internacional. Tiene una responsabilidad más honda. Tiene un rol cultural. Tiene una voz política.


Ese rol empieza en lo cotidiano: en la manera como se responde una pregunta, como se prepara una entrega, como se orienta a una familia. Implica una forma de sabiduría que no está escrita en los reglamentos. Saber cómo se comporta un Akita Inu o un Shiba Inu en entornos urbanos. Saber qué se dice de ellos y qué parte es verdad, qué parte es mito, y qué parte es miedo. Tener la honestidad de reconocer lo que debe corregirse, y la claridad para defender lo que ha sido injustamente estigmatizado.


Pero esa responsabilidad no se agota en lo privado. El criador también debe ocupar el espacio público. Porque criar no es solo reproducir. Es también explicar, enseñar, visibilizar. En países como México, las exposiciones caninas han logrado insertarse en la cultura general. En Colombia, en cambio, la mayoría de las personas jamás ha asistido a una. No saben qué es un ring y eso obliga al criador a asumir un papel más amplio: ser educador, comunicador y estratega de imagen. No basta con el resultado genético. Hay que contar la historia de nuestras razas.


Y hay una tercera dimensión, muchas veces olvidada: el rol jurídico. Una ley, una sentencia, no son verdades inmutables. Son productos culturales. Reflejan una visión del riesgo, del otro, del animal. Y si son productos culturales, pueden ser modificados. Por eso es urgente que los criadores se interesen por las normas, por los proyectos de ley, por el lenguaje de lo público. Que entiendan cómo se construyen esas categorías legales que luego afectan su trabajo y sus perros. Y sobre todo, que investiguen. Que comparen. Que vean cómo se ha regulado este tema en otras partes del mundo. Porque solo con argumentos sólidos se puede proponer un cambio que no sea solo emocional, sino razonado, sustentado y creíble.


Eso es lo que busco con este artículo —y con los que vendrán. Salir del diálogo exclusivo entre veterinarios y asociaciones caninas. Es necesario abrirle espacio a quien conoce al perro desde el nacimiento hasta la entrega. Reivindicar al criador como actor legítimo en el debate cultural, legal y social sobre los animales.


Criar no es multiplicar perros. Criar es decir, con firmeza, qué tipo de sociedad estamos formando cuando miramos a un animal.

 
 
 

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